El anciano que pelea contra el virus en un supermercado

Cuando sentimos miedo, los humanos tenemos tres alternativas: huir, quedarse inmóvil o pelear. Tiempos de pandemia son tiempos de miedo. En ellos, la gente recurre a una de estas tres alternativas, aun cuando no estamos siempre conscientes de ello.
Puedo pelear con algo que veo, que toco, algo a lo que le puedo pegar, golpear, vituperar. Pero no puedo pelear contra un virus, que es tan pequeño que no puedo ver. Además, el virus no me contesta. No se defiende. No reacciona. No me grita improperios, ni responde a los míos. Entonces, tengo que pelear con alguien que, por alguna circunstancia representa al virus.
(Un ejemplo de ello es Trump, que intenta hacer del virus un sinónimo de China. Al otro extremo del espectro político; pero muy cerca del populismo de Trump, se hallan los extremistas de izquierda que culpan al “capitalismo” del virus).

Hace un par de semanas, al comienzo de la “cuarentena social”, estábamos en el supermercado con dos miembros de mi familia. Éramos tres personas, lo que es legítimo, ya que con personas con las que vives en tu casa, puedes salir y estar junta en lugares públicos. La gente con la que convives, no cae dentro de la prohibición de contacto de más de dos personas en lugares públicos y en negocios abiertos.
Comíamos castañas de cajú o simplemente nueces que había comprado en una droguería. De pronto, una de las personas de mi familia se atoró con una castaña y tosió. Como hombre educado, se tapó automáticamente la boca con la mano, que es lo que hemos hecho durante años, durante décacas, durante generaciones. Es algo que está casi escrito en nuestra genética. Pero claro, ahora -en época de corona- hay que toser y estornudar en el brazo. Es la nueva “etiqueta” de los estornudos y de la tos que nos han prescrito los virólogos. Pero cuesta internalizarla.

En el supermercado, había también un anciano con cara de malas pulgas[1] que había pasado quién sabe cuánto tiempo a la entrada, mirando su celular. Cuando nosotros llegamos al lugar, el hombre ya estaba en la puerta con el dedo en su teléfono. Era la época en que aún no había guardias que custodiaran la entrada para que la gente entrara de a una, con un carrito para las compras y no se llevara más de un paquete de papel para el baño[2].
Mejor no imaginarse qué cosas habrá leído en su celular. Probablemente “noticias de horror”[3] acerca de la pandemia y probablemente de su misma próxima muerte. Sensacionalismo puro. Al toser el miembro de mi familia, el anciano se dió vuelta -estaba frente a otra estantería y dándole la espalda- y comenzó a reprender al integrante de mi familia por haber tosido sin taparse la boca con el brazo, sino que con la mano.
En otras palabras, el “viejo” lo retó duramente y en forma pública por haberse tapado la boca con la mano y no con el brazo. En época de lucha contra el coronavirus, un delito imperdonable. Sin duda, un caso de lesiones graves con consecuencia de muerte. Deberíamos incorporarlo como figura delictiva en el código penal. “El que tosa en un supermercado y se tape la boca con la mano, será condenado a X años de prisión”.

Los pocos estudiantes que estaban en el supermercado ese día por la tarde, miraron todo, sin decir palabra ¿qué podían decir? Además, la mayoría de ellos tenían pinta de ser extranjeros, de manera que no sé hasta qué punto entendieron lo que había pasado. Sí, la sociedad alemana es muchas veces sumamente surrealista y difícil de comprender.
Tengo que confesar que yo me reí de la situación. No mucho; pero me reí. Me reía del miembro de mi familia, no del anciano. Pero tampoco me reí en forma desaforada. En realidad, sólo sonreí. El anciano me vió y se enojó más aún. Dijo que no era para la risa. Lo dijo en general y siguió con sus retos. Con su perorata. Mientras caminaba por el supermercado indignado, airado, furioso. En realidad, no nos miraba directamente, pero seguía hablando y haciéndonos recriminaciones.
La verdad es que yo creo que, en realidad, no estaba en concreto enojado con el miembro de mi familia que había tosido en la mano. En realidad, no estaba enojado con las personas, sino que estaba sumamente enojado con el virus. El virus que pone en peligro su vida y le hace sentir mucho miedo. El anciano no es de los que huyen, ni de los que se paralizan, sino de los que pelean. Pelea contra el virus, representado por una persona concreta que tose tapándose la boca con la mano y no con el brazo.

Alguno de sus ancestros prehistóricos, algún hombre de Neanderthal o bien un homo sapiens sapiens que llegó de África a Europa[4], alguno de ellos, era uno que peleaba con el mamut y con los hombres de otras tribus. Un neanderthal que no huía, sino que se enfrentaba al enemigo o a la presa. O al tigre con dientes de sable. Y esa información había quedado en sus genes y lo había convertido en un peleador.

Ahora se enfrentaba a un enemigo no sólo muy poderoso, sino que casi totalmente desconocido y nuevo. La influenza, por ejemplo, puede ser peligrosa; pero la influenza es conocida. La influenza es igualmente viral, o sea causada por un virus (no me refiero a la viralidad de la propagación de algún meme en internet). Hace dos años, la influenca cobró 25 mil víctimas fatales en Alemania. Entre los cuatro millones de enfermos, estuve yo misma que pasé más de una semana en cama con fiebre. Pero para el anciano y para muchas otras personas ancianas o no, el virus corona es tanto más peligroso porque es desconocido. Entre otras cosas, porque es desconocido. Porque generalmente no tememos tanto a un enemigo conocido que a uno por conocer.
Luchar con un desconocido es muy difícil. Más aún cuando este enemigo no se ve. Ni responde. Es un cobarde que se esconde. El anciano proyectaba su ira contra el miembro de mi familia que, según él, podía haberle contagiado el virus. Lo que es muy difícil, ya que él había tosido debido a que se había atorado con una nuez y no porque estuviera infectado ni de corona, ni de ningún otro virus.
Él se lo explicó al anciano. Le dió mil disculpas en forma reiterada. Pero no sirvió de nada. Al anciano no le interesaba escuchar ni disculpas, ni explicaciones, sólo quería pelear. Tampoco quería huir, cosa que hacen los cobardes. Esa no era su estrategia. Tampoco quedarse inmóvil. Pelear es lo suyo. Luchar contra el virus. O contra su representante en la tierra: la persona que había tosido y que constituía un peligro mortal para él. Porque lo acababa de leer en “noticias” del horror que le habían enviado a su celular.

[1] Es raro que, en castellano, digamos también “con cara de perro”, en circunstancias que los canes tienen, generalmente y especialmente frente a los humanos, una expresión, una cara amable, amigable.
[2] Afortunadamente, los “soldados en las puertas de los supermercados controlando que los consumidores no compren más que un rollo de papel para el baño” han quedado como una distopía, ver La película Contagion y el papel del Ejército en una pandemia
[3] Horrormeldung.

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